Por Eugenio Raúl Zaffaroni
No está Juan de Garay enterrando el estandarte en nombre del rey de España; no desembarcó ningún ejército extranjero; no anda Beresford por nuestras calles; no bombardeó nuestra Buenos Aires ningún avión foráneo, pero por lo menos desde hace setenta años, cuando la bombardearon nuestros propios aviones, sufrimos sucesivas ocupaciones colonialistas que no reconocemos como tales. Los espacios entre ellas podríamos decir que los llenaron los aciertos, desaciertos y errores propios, aunque su balance total en perspectiva no es para nada negativo.
La Revolución Libertadora (el régimen dictatorial de 1955), la máscara de José María Guido en 1962, la Revolución Argentina de 1966 (el Onganiato), el Proceso de Reorganización Nacional (la dictadura genocida de 1976), el Síganme que no los voy a defraudar (menemismo), la Propuesta Republicana (macrismo) y ahora esto, se vinculan con un hilo conductor que es el collar de entregas o concesiones a la voracidad de un capitalismo centrípeto y ansioso por saquear lo que pueda, siempre encubierto con el discurso de la idolatría del mercado, que proclama que no puede haber libertad política sin libertad de mercado. De ser esto verdad, a mayor libertad de mercado correspondería mayor libertad política y mejor democracia. Salvo algunas excepciones, verificamos lo contrario, pues con demasiada frecuencia la idolatría del mercado fue acompañada por atrocidades o, en el mejor de los casos, por avances legislativos y pulsiones represivas políticamente antiliberales.
En todos esos momentos coloniales estuvimos a cargo de personajes que asumieron el rol de procónsules o virreyes, porque gobernaban en el territorio. Arturo Jauretche los llamaba cipayos. Sin pretensión de corregirlo, nos atrevemos a observar que éstos eran solo un ejército de nativos al servicio de los colonizadores y, además, no siempre fueron dóciles, porque en algún momento de sublevaron contra los ingleses, se echaron a unos cuantos y les dieron un buen dolor de cabeza, que los obligó a asumir formalmente a la India como parte del imperio victoriano.
Ahora es bien manifiesto que nos hallamos bajo los devastadores efectos de un nuevo episodio de esta naturaleza. Quien lo dude solo tendría que preguntarse qué haría en cualquier momento un buen ocupante, algo así como un buen virrey, y se asombrará de la nada casual coincidencia con la actualidad.
Seguramente, se preocuparía por desbaratar toda nuestra ciencia y tecnología que, en nuestras manos, le resultaría peligrosa o competitiva. Los científicos deberían ir a lavar platos. Como el pensamiento siempre es peligroso, se destruirían las universidades. Al mismo tiempo, se dispondría la más absoluta libertad de contratación, se derogarían las reglamentaciones que pudieran poner el más mínimo obstáculo a la voracidad de la metrópoli, se concederían generosamente explotaciones de recursos naturales, se privatizarían incluso los estratégicos, se despilfarraría el patrimonio estatal regalando empresas, se permitiría comprar extensiones de nuestro territorio incluso en zona de fronteras, se renunciaría a toda política monetaria por vía de dolarización, se extendería el sometimiento del estado a jurisdicciones provinciales extranjeras, el lazo deudor que nos ahoga en este momento de tardío colonialismo financiero se estrecharía más, para satisfacer sus demandas de déficit cero, al tiempo que se pedirían más créditos. En síntesis: se desmontaría todo lo que hasta el momento sostenía cierto perfil de soberanía y de estado de bienestar; en este último aspecto, se pasaría al estado de malestar (del welfare State al discomfort State).
No obstante, la experiencia mundial colonialista muestra que, salvo los ingleses en la India, que no tuvieron empacho en dejar morir a unos veinte millones hasta que les apareció Gandhi, los procónsules siempre quisieron tener a las poblaciones sometidas en calma, por lo cual no les infirieron lesiones o daños que pudieron evitar, cuando no afectaban sustancialmente su poder. Lo curioso es que aquí no pasa lo mismo: unos pocos pesos a los jubilados no hubiesen alterado mucho sus planes de entrega; el presupuesto universitario no incide demasiado en el gasto general del estado y hubiese podido ser negociado.
Sin embargo, no solo no lo hicieron, sino que, al contrario, se festejan públicamente las sucesivas agresiones a los jubilados y pensionados, a los universitarios, docentes, estudiantes, no docentes, a los científicos, a los médicos y personal sanitario, es decir, a diferentes sectores sociales muy sensibles, con asados o con mensajes injuriantes con expresiones soeces del propio titular del ejecutivo, quien niega incluso que la universidad pública y gratuita, la de 1918 y 1949, sea uno de los principales factores de movilidad social, quizá por temor al “exceso de pensamiento”. Como si esto fuese poco, admiran a la criminal de guerra Margaret Tatcher y muestran en el balcón de la casa de gobierno al ex-premier británico más ridículo de la historia inglesa, se preguntan para qué las Malvinas y cambian cuadros, con un claro sentido no solo antipopular sino incluso antinacional.
Nuestros procónsules prefieren demostrar a la metrópoli financiera que son duros e inflexibles para garantizarle su fidelidad y el cumplimiento de sus planes de entrega, aun a costa de causar gratuitamente malestar en la población local. Si bien se proyectan meras pulsiones de un estado represor, con exabruptos legislativos y policiales (baja de responsabilidad penal, ley antimafia, amenazas públicas de represión, provocaciones, etcétera), a los que se suma -en forma muy peligrosa para la Defensa Nacional- la tentativa de volver a ensuciar la imagen de las Fuerzas Armadas con funciones policiales, más bien se confía en una supuesta mansedumbre de nuestro Pueblo y se abren sucesivos frentes de oposición presumiendo que nada pasará y, en verdad, al menos de momento parece no pasar nada.
La confianza en que nada pase no es del todo gratuita, sino que, entre otras cosas, se basa en el total caos institucional con que los errores de la política debilitaron el aparato institucional del Estado, entre otras cosas con el hiperpresidencialismo de la reforma constitucional de 1994, la regulación de los decretos de necesidad y urgencia en forma no admitida en ningún país, la entrega de las riquezas naturales a las provincias, la omisión de un adecuado régimen de coparticipación federal, que dejó abierta la eterna herida de nuestra historia, en especial después de Pavón.
Al acceder al pacto de Olivos, Alfonsín pensó en un sistema bipartidista, pero eso no sucedió y acaba ahora con el revival de la Banelco, aunque algún empresario inteligente podría crear la Legiscard que, en un Congreso pulverizado, facilitaría todavía más su ya cómoda neutralización. Si a esto agregamos que tenemos una magistratura que nunca fue un Poder Judicial, porque carece de las funciones que éstos tienen en todo el mundo (no controla la constitucionalidad y no ejerce una casación nacional), sumado a una Corte Suprema de cuatro jueces –y quizá pronto de tres– único caso en todo el mundo, es obvio que la separación de poderes y el sistema de control de pesos y contrapesos republicano se fue al mismísimo diablo: no tenemos a quién reclamar la eficacia de nuestros derechos y la propia Constitución Nacional hoy no pasa de ser un pobre papel impreso.
Pero no es solo el caos institucional republicano que alimenta la confianza de nuestros actuales procónsules en que no pase nada. En anteriores momentos de colonialismo, un indefectible aspecto de su ejercicio de poder era la censura o bloqueo de información, posibilitado por la tecnología de la época. Como ahora esto es imposible, se adopta otra táctica con idéntico objetivo estratégico de desinformación: mediante los medios de comunicación oligopólicos y los recursos que provee la actual tecnología de redes, ejércitos de trolls, algoritmos, mensajes personalizados conforme a big data e inteligencia artificial, se genera un enorme barullo informático, tremendamente estruendoso, que mezcla noticias verdaderas y falsas (fake news), endulza las verdaderas molestas que no puede ocultar, prepara con escándalos los casos de lawfare, informa acerca de las camas de los famosos y famosas, ventila vidas privadas con absoluta falta de ética, despierta el interés morboso en torno de algún caso criminal, promueve la mano dura, amenaza con linchamientos mediáticos a los jueces y a quien se le ocurra, todo lo cual desconcierta al público y, de ese modo, obtura gran parte de la información que no conviene al poder de nuestro actual tardío colonialismo financiero.
Podríamos graficar lo anterior imaginando que se pretende introducir a toda la población en algo gigante, pero muy parecido a uno de esos boliches nocturnos en que rayos de luces coloridas giran vertiginosamente y la estruendosa música ensordece, de modo que nadie sabe bien con quién está bailando y hasta a quién está besando, como resultado de lo cual el público queda por completo aturdido, con los tímpanos lesionados y los ojos deslumbrados por la sucesión de destellos enceguecedores, después de su inevitable inmersión en esa ciénaga de luminosa y barullenta opacidad. Si bien no suena música electrónica, igual abundan sintéticos, no tan sintéticos y psicofármacos.
Por otra parte, en la multifactorialidad que desemboca en que de momento no pase nada frente a la flagrante entrega de nuestra soberanía, no es menor la incidencia de los analfabetos políticos de Brecht, que son los peores analfabetos, a los que los procónsules alagan jugando a la antipolítica: la casta es la culpable de todo, por eso el analfabeto político de Brecht o el indiferente de Gramsci, que dice no saber nada de política, es su mejor y más inconsciente subordinado. Cabe reconocer también algo tan curioso como irracional: la campaña de analfabetismo político la facilita la propia oposición que, en esta peligrosísima coyuntura nacional, no tiene mejor idea que pelearse al borde del abismo, en tanto que el sindicalismo a veces parece imitarla.
¿Cómo se supera esta situación? ¿Estamos condenados a presenciar impávidos cómo los procónsules del capital financiero trasnacional entregan nuestra soberanía al colonialismo de esta época? ¿El colonialismo nos habrá vencido para siempre?
Veamos. Ante todo, los seres humanos salimos del seno materno para entrar en el seno social, somos arrojados a una cultura que también nos quiere impedir movernos con libertad, no terminamos de nacer con el alumbramiento, en algún sentido seguimos naciendo mientras vivimos y vamos tomando consciencia del mundo, quizá nunca en forma total, es decir, que maduramos a lo largo de nuestra vida, a veces a los golpes.
Pues bien: ¿Qué tan fuerte es ese seno cultural en que nos hallamos? Es claro que el cúmulo de factores a que hicimos referencia –y otros- dan lugar a un seno cultural mucho más condicionante que en otros tiempos, pero de ninguna manera cancela la permanente tendencia humana hacia la toma de consciencia del mundo, porque no puede hacer que el humano deje de serlo. Por ende, solo la dificulta en mayor medida que antes, o sea, que demora la toma de consciencia, no nos permite todavía y masivamente caer en la cuenta del mundo y vivenciar como tal el colonialismo que sufrimos.
Una demora en la toma de consciencia no es una cancelación no humana y, por cierto, tiene límites a los que se va aproximando merced a los desafíos verbales y fácticos de nuestros actuales procónsules o virreyes. La ansiedad aumenta, la creciente pobreza se vuelve inocultable, los diferentes sectores sensibles de la sociedad van madurando rápidamente, la actitud rupturista que perdieron otras fuerzas políticas y aprovecharon los procónsules se evidencia como un perverso recurso electoralista, el tartamudeo opositor se traduce en vacío, el vacío aumenta la angustia y reclama, exige, demanda, razón por la cual en la política el vacío y el caos no se sostienen. En cuanto al primero, alguien llega para ocuparlo y, en cuanto al segundo, su esencial inestabilidad lo impulsa a la organización.
Los argentinos no somos una excepción de la humanidad y, por ende, la colonialidad insuflada por la comunicación, el carácter proconsular de quienes manejan los hilos del poder, el verso de la idolatría del mercado, la toma de consciencia de todo eso, de nuestra realidad, de nuestro mundo, se demora, pero en modo alguno se cancela; la consciencia se va acumulando y no sabemos cuándo se manifestará, qué pequeña gota derramará el vaso, cómo se expresará, pero es inevitable que lo haga. Ningún Pueblo pierde del todo el sentimiento de comunidad, cancela su sentimiento nacional ni se entrega mansamente al colonialismo. Si una oposición falla en convocar en nombre de la consciencia nacional, vendrá otra, no lo dudemos, porque ningún Pueblo se suicida, aunque a veces la coraza del seno social, reforzada por errores políticos no menores, lo confunda en algún momento y lo desvíe por un tiempo de su camino hacia la madurez consciente y racional.
El primer paso hacia esa consciencia es tener clara la naturaleza de lo que nos toca vivir, es decir, que no se trata de una cuestión local o de campanario, sino de un momento más, aunque parcialmente diferente, del colonialismo que, junto a los otros países de nuestra América, sufrimos desde hace cinco siglos, durante los cuales tanto el mundo como el colonialismo cambiaron, pero de cualquier modo también hoy tenemos procónsules, ahora correspondientes a la actual etapa del tardío colonialismo financiero transnacional.
En esto debemos prevenirnos de algunas confusiones en las que se cae de buena fe, pero que nos opacan la necesaria toma de consciencia. La más común de estas confusiones es la identificación de nuestra penosa realidad con un régimen fascista. Si bien todos los regímenes fascistas han sido criminales, lo cierto es que todos ellos fueron imperialistas y colonizadores, en tanto que nosotros somos –precisamente- las víctimas de esas fuerzas. En modo alguno es fascismo valerse de los regalapatrias –ni siquiera vendepatrias– para destruir el aparato estatal y sembrar un caos social e institucional funcional a la voracidad colonizadora.
En síntesis, lo que se juega aquí y ahora es una clara cuestión de soberanía nacional, de la cual es titular el Pueblo que, más temprano que tarde, despertará del todo a esta realidad por efecto de la espectacular caída del nivel de vida -no solo de las clases más pobres-, de la reducción de todas las remuneraciones, de la insólita inflación en dólares, de la recesión, de la crisis de la industria, de las quiebras, de la agresión a la salud pública –que no sabemos cuántas vidas está costando-, del deterioro y alto valor de los servicios, del desfinanciamiento universitario, de los despidos masivos, del creciente desempleo y precarización del empleo y otros catastróficos efectos más, todo para entregar la Nación a los voraces intereses colonialistas.
Aunque parezca ahora lejano, a partir de esta toma de conciencia nacional, debemos encarar la tarea de detenernos seriamente a pensar qué haremos cuando recuperemos la soberanía, para prevenir las futuras agresiones coloniales que, por cierto, no habrán de faltar y frente a las que no podemos permitirnos el lujo de volver a incurrir en la ingenuidad de los desencuentros inconducentes.
• El autor es profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires y director del Instituto Fray Bartolomé de las Casas (IFBC).